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El crimen del camino Málaga-Almería

El crimen del camino Málaga-Almería

Andalucia - 13/02/2013
Publicada: 13/02/2013

Programa Cerrando Heridas 18. Viernes 8 de febrero de 2013 Duración aproximada : 00:30:00 http://audio.urcm.net/El-crimen-del-camino-Malaga

“Salimos por el camino de Málaga, a eso de las seis de la tarde, y a unos cuantos kilómetros nos encontramos con los que encabezaban la desventurada procesión. Venían primero los más fuertes, los que habrían podido transportar sus cosas en burros, mulas y caballos. Los dejamos atrás, y a medida que íbamos avanzando el espectáculo se hacía más lastimoso. Las madres llevaban a sus niños, cubiertos con apenas con un guiñapo, al hombro o tiraban de ellos por la mano. Pasó un hombre con sus dos pequeños a la espalda, niños de uno y dos años, y cargando además cacerolas y trastos, y recuerdo queridos de su hogar. Engrosaba el río de gente y nuestro coche se abría a duras penas. A ochenta y ocho kilómetros de Almería nos decían que no siguiéramos más adelante, porque allí detrás venían ya los fascistas. Habíamos visto tantas mujeres y tantos niños angustiados, que resolvimos regresar para dedicarnos a transportar a los más desvalidos. Difícil tarea elegir entre todos. Una multitud de padres y madres frenéticos se apretó alrededor del coche. Tenían la cara y los ojos congestionados por el polvo y el sol de cuatro días, y levantaban hacia nosotros, en sus brazos cansados, los cuerpecitos de sus hijos. “Llévate a éste”; “mira este niño”; “este va herido”. Niños con los bracitos y las piernas enredados en trapos ensangrentados; niños sin zapatos; con los pies hinchados; niños que lloraban desesperados de dolor, de hambre, de cansancio. Doscientos kilómetros de miseria. Imaginaos lo que serían cuatro días de andar escondiéndose en las montañas, perseguidos por los aviones de los bárbaros fascistas, y cuatro noches de caminar en grupo compacto hombres, mujeres, niños, mulas, burros y cabras, tratando de mantenerse juntas las familias, llamándose por el nombre propio, buscándose en las sombras ¿A quién íbamos a subir al coche? ¿Al niño que se moría de disentería o a la madre que nos miraba silenciosa, con los ojos hundidos, apretando contra su pecho desnudo al pequeño que había nacido en el camino? Aquella madre había descansado solamente diez horas. Había una mujer de sesenta años que no podía dar un paso más. La sangre de las úlceras de sus piernas hinchadas teñía de rojo sus alpargatas blancas. Muchos viejos abandonaban toda esperanza y, tumbados en la cuneta del camino, esperaban la muerte.

Decidimos llevarnos a los niños y a las madres, pero sufrían tanto al separarse padre e hijo, marido y mujer, que resolvimos transportar a las familias que tuviesen más niños, y a los niños sin padres, que eran incontables. Llevábamos de treinta a cuarenta personas en cada viaje, y trabajamos así tres días y tres noches. En el Hospital del Socorro Rojo Internacional de Almería, los refugiados recibían atención médica, alimento y ropa. Al incansable esfuerzo de los conductores del camión, Hazen Sise y Thomas Worsley, se debe la salvación de muchas vidas. Iban y venían, alternando, día y noche, durmiendo a campo abierto entre los turnos, sin más alimento que naranjas y pan.

Oíd ahora el final. Como si no fuese bastante haber bombardeado y cañoneado a esa procesión de campesinos inermes a lo largo de la caminata interminable, el día 12 de Febrero, cuando el pequeño puerto de Almería estaba atestado de gente refugiada, cuando la población se había duplicado, cuando aquellas cincuenta mil personas exangües habían llegado al sitio que creían un abrigo seguro, los aeroplanos fascistas, alemanes e italianos, desataron sobre la población nutrido bombardeo. La sirena de alarma sonó treinta segundos antes de que cayera la primera bomba. Los aviones enemigos no buscaron blanco en los buques de guerra del Gobierno español que estaban en el puerto. Deliberadamente arrojando diez bombas en el centro mismo de la ciudad, en la calle principal, donde, amontonados en el pavimento, dormían exhaustos los refugiados.

Cuando se habían alejado los aviones, levanté del suelo los cadáveres de tres niños que habían estado tres horas de pie en una cola frente al Comité Provincial de Evacuación, esperando su ración de una taza de leche condensada y un pedazo de pan, único alimento disponible. La calle parecía un degolladero, con los muertos y los agonizantes, alumbrado por las llamas de los edificios que ardían. En la oscuridad, los quejidos de los niños heridos, los gritos de las madres agonizantes y las maldiciones de los hombres, se alzaban en un lamento de masa hasta hacerse intolerable (…)”

Norman Bethune

 

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